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A través del aventurado y casual deambular que suponemos como la vida, perseguimos sobre todo la perduración de nuestro ser y sus obras. Los ojos nos preceden en los sitios donde nuestro cuerpo ha de situarse; y también se apartan de los lugares y los
objetos que le parecen amenazantes o insustanciales.
Sabemos que el contacto inicial —y definitivo por lo común de Occidente sobre su mundo, entiende que éste nos circunda como volumen, profundidad, estructura y colorido. De esta manera postergamos el aprecio y la exploración de
casi cualquier propiedad material que no fundamente en la visibilidad su modo principal de manifestársenos. Y después, a partir de ese ávido roce primigenio de nuestros ojos sobre la apariencia de las cosas, tejemos el resto de la compleja
trama de nuestras mediaciones simbólicas: dioses vengativos y finitos, la historia de algún héroe desplazado por otro más o el olvido, amores desafortunados, el imprescindible arrebato del arte. Así, la creación plástica se afianza en
este hecho determinante y, también, porque el arte no sobrevive o alcanza su más alto valor sino en la paradoja, se vuelve contra él.
Propongo la osadía y la obviedad de semejantes reflexiones a propósito de una obra que en alguna medida las ha generado —y regenerado—: la de Jordi Boldó. Las enuncio como preámbulo a una exposición que de su trabajo se revela
como un juego sin tiempo ante nosotros.
Mi primer asomo a la creación plástica de Jordi Boldó fue tangencial, a través del armonioso puente que se establece entre la literatura y la plástica: tal es la superficie del libro, su organización como volumen, textura, diseño
y colorido. Entonces creí descubrir en los resultados de su sensibilidad una extraña conjunción que eventualmente se percibe en unos cuantos creadores: quienes en mayor medida “padecen” y arrastran, reproducen y multiplican la profunda
influencia de un mar legendario que en todos nosotros, tarde o temprano, habrá de marcar huella rica y contradictoria.
Mare Nostrum fue, entre los romanos, uno de tantos nombres con los que nuestro Mediterráneo ha sido designado. Estelas innumerables marcaron sobre sus aguas las quillas de los barcos que a veces zarpaban hacia la guerra o el comercio,
en ocasiones rumbo a descubrimientos y conquistas, y siempre con el oscuro, involuntario y extraño objetivo de la difusión vivificante de mitos, saberes, actitudes, religiones, números, lenguas, arte… Por ello, algunos de los pueblos que
han surgido y prevalecido en las tierras bañadas por ese mar se cobijan ahora en el corazón, en las ideas y en el obrar cotidiano del hombre occidental. Y de este modo, a la manera de Picasso, podríamos decir del Mediterráneo que es la
“cuna de Occidente”; o asegurar, siguiendo a Louis Sala-Moulins, que se trata del “mar de la guerra”. Las dos calificaciones, en todo caso, provendrán de sendos catalanes, hijos de un pueblo acunado en sus orillas, propiciado por sangres
y culturas que legaron ideas del mundo, estilos de vida, sensibilidades donde se funde todo aquello que viene a ser, justamente, una parte de Jordi Boldó en su obra.
Ahí surge, mostrando su orilla sensual y sanguínea, la tradición árabe: fuente que aparece en las diversas vías, alternas a las occidentales, por las cuales a veces logramos liberar y practicar nuestro asalto sobre la realidad.
En Cataluña, porque de Occidente toma ella significación y sustancia, se privilegia la mirada sobre los demás sentidos; pero ahí, también, al igual que en cualquier región ibérica, se sabe transitar por la diversas y exultantes vías de
sensualidad que sobreviven como herencia de una aún impredecible trabazón entre Islam y Occidente. De esta manera encuentra su distinción la obra de Jordi Boldó. Como todo trabajo plástico, el suyo interpela a nuestra mirada; como pocos,
sin embargo, consigue comprometer el resto de nuestros sentidos. Jordi Boldó posee, en la nostalgia, en la consciencia y su contraparte, un pasado original que le propicia las influencias anímicas y artísticas, los convencimientos, el
ambiente y el colorido reales, concretos, que le permiten llamar a nuestros ojos para hacernos oler, en cada una de sus obras, los aromas mediterráneos: el que debió corresponder al golpear de las olas azules sobre una quilla de madera,
mientras en cubierta alguien buscaba, excitado y temeroso, el fin de la tierra; el fuerte, ocre y estimulante olor de un mercado en la costa africana, con sus idiomas como encuentro de sables y bendiciones; el perfume de las mujeres que
aguardaban el regreso de los marinos, y el de los navegantes para quienes navegar era preciso, vivir no”, y no obstante debían buscar con sus ojos, cada noche el probable sitio donde la amada tejía, destejía sus lienzos. Todo eso, a poco
de situarnos ante la obra de Jordi, se nos presenta en nubes redondas o rasgadas, en breves y repentinos trazos y sugerencias. Y entonces, por un breve segundo, aparece el resquicio de un secreto: distinguir los colores es distinguir los
aromas, desentrañar los aromas es llegar al mundo de Jordi Boldó, al Mediterráneo que es su pasado, su amor, su orgullo y su condena.
Porque Jordi, (y aquí le cedemos la palabra) “es gestado” el 2 de abril de 1949, alrededor de las 7 de la tarde y nace en Barcelona, España, el 30 de diciembre de ese mismo año”; porque después (y aquí se la tomamos prestada)
ha vivido entre México y Guatemala, entre un acontecimiento y otro, experiencias que marcan su obra: encuentros y desencuentros, planes y trabajos, creación y descubrimentos, política y arte, filiación y paternidad.