Jordi Boldó

De abstraccionismo y revelaciones

Luis Carlos Émerich

Novedades, 21 de octubre de 1993

Por los años cincuenta algunos pintores de la generación hoy denominada Ruptura, traían en su maleta y, mayormente en su conciencia, la teoría y las ganas de practicar un lenguaje pictórico que, si bien no era nuevo, repercutía aquí su boom en América con el ascenso o «triunfo» de la Escuela de Nueva York. A esta generación le había sido dado salir al «mundo» a estudiar y, sobre todo, a ver pintura. El mundo entonces era Europa y un polo de desarrollo estético llamado Nueva York acuciaba el alma de las vocaciones artísticas mexicanas. Aquí todo parecía aún encerrado en un concepto de nacionalismo y de supuesto realismo pictórico, que el hecho de mirar hacia otro lado se calificaba de malinchismo. Pintura que no acometiera problemas sociales y los resolviera como logro sexenal era poco menos que traidor a la patria, un exotista, pasando por alto que las raíces formales del nacional muralismo eran profundamente europeas.

Por esto, si Lilia Carrillo o Fernando García Ponce o Vicente Rojo o Enrique Echeverría, entre otros, experimentaban con lenguajes pictóricos autorrepresentativos, o sea, con una autonomía creativa que algunos críticos llamaron «ensimismada» o narcisista, desatenta a los triunfos del PRI o a la belleza de la pobreza inmemorial indígena, se consideraba que la juventud artística de México estaba dando un paso atrás; o bien, que había ido a Europa o a Nueva York a contaminarse del imperialismo estético, lo cual significaba que el imperialismo local «mexicanista» estaba perdiendo fuerzas, o que roto desde adentro era colonizado de nuevo.

Hits El caso es que el lenguaje abstraccionista, desde el geometrismo hasta el lirismo denominado informalismo, tuvo sus hits y sus lúcidos exégetas, conquistó su espacio y al rato estaba convertido en el rector estético vía academias de arte. Formó una nueva generación que del informalismo ganó la libertad para discurrir sin más propósito que recibir una sorpresa visual-emocional de la propia obra como si ésta se gobernara por sí misma, del mismo modo que el inconciente. Esto que una vez fue novedad, o «moda» según las malas lenguas, es un recurso común en la creación plástica, sea figurativa o no, incluso si es conceptual o todo lo contrario. Y es en esta vena que Jordi Boldó (1949), catalán de nacimiento y mexicano por adopción, ha transitado desde su primera exposición pictórica (1978) hasta la fecha.

Quizás a los pintores más jóvenes que él su obra les parezca aferrada a una especie de academia —por cierto, con uno de sus mayores polos de desarrollo en Cataluña—, y que luego de una década (los ochenta) de denodada mexicanidad, se mire ajena a la realidad inmediata, casi del mismo modo que se le vio en sus orígenes, o sea, desde que la pintura se ensimismó o se volvió autorrepresentativa, autónoma, cuando allá afuera el mundo seguía sin saber de sí. Sin embargo, por otro lado, y como también Boldó, sólo miran hacia lo que ellos mismos hacen o piensan, descalificando todo aquello que no se asemeje a lo propio. Así que las abstracciones de Boldó se encuentran en la misma soledad (llamada incomprensión) en que se origino el estilo, lo cual indica su convicción profunda y su identificación con el potencial de un lenguaje para seguir expresando matices del enigma que lo genera, como una empresa personal validada por su propia fuerza.

Por supuesto, tal soledad es virtual, o en su caso, generacional o tendencial, puesto que todo abstraccionista parece empezar siempre de cero, a pesar de las evidencias contrarias.

Abstracción y fe

Por las pinturas de Boldó se puede pensar que el abstraccionismo es una convicción profunda, una mística y una fe, al grado de transformar su espontaneísmo y gestualidad en el único modo de comunicación consigo mismo, con la pintura y con la interioridad del espectador. Nada obstruye ese flujo, nada lo delimita, pues las suyas son sensaciones del mundo que sólo se pueden expresar en ese otro mundo que es la pintura; es decir, los pigmentos que sólo por accidente aludirán a formas reconocibles al invadir indiscriminadamente el espacio. También parece que las leyes de la armonía cromática tendrían que inventarse de nuevo, y que los valores afectivos de la textura y el contraste habría que resituarlos mucho más allá de la realidad, en un plano paralelo al mundo físico y a su conciencia normada.

Sin embargo, en la más reciente exposición de Boldó, titulada Revelaciones profanas, el espectador puede sentir la necesidad de que sus pinturas se parezcan a algo, quizás porque sus estructuras formales tienen algo de retablo o de portada de iglesia. A diferencia de su obra anterior, relacionable con sensaciones amorosas, con vértigos nebulosos o con pequeños universos por similitud con su dinámica espacial, hoy Boldó no sólo capta al vuelo lo “invisible” o la indefinición sensorial, sino que con esa materia «prima» construye algo a punto de ser un «edificio» o su esqueleto para apoyar en él áreas de colores fuertemente contrastantes, aún así amorfas, anárquicas. Su fe ciega en los valores anímicos del color, su incontrolable libertad «abstracta», su propuesta de que todo y nada vale en la pintura de hoy, es un acto de fe en los contenidos del inconsciente como ley absoluta, haciendo creer que toda retoma del abstraccionismo lírico debe partir de la nada, virtualmente.