De cuerpo presente

Luis Carlos Émerich


Por Jordi Boldó, parecería que la pasión sólo puede estallar con toda su magnitud y pureza si prescinde de referencias figurativas, no importa que sea provocada por desafíos creativos o por impactos emocionales contra una realidad física igualmente avasalladora. Por Boldó se diría que hoy la pasión sólo puede serlo si “abstrae”, y que todo lo demás, a pesar de cargarla y detonarla, es lo de menos: pastiche, formalidad, pretexto, continencia, información, todo aquello de lo cual se prescinde al ser sujeto de sensaciones inexplicables y al rehusar la gratuidad de acusar explícitamente su origen. Todo lo demás: la referencia objetiva o anecdótica, el uso del color por sus equivalencias anímicas o contextuales evidentes, la alusión a un orden compositivo buscado o perdido irremisiblemente, constituyen ese equipo formal accesorio que, por manoseado o mejor significado por pasiones ajenas a la creación pictórica, ya no es más que un mellado herramental para guiar racionalmente hacia lo que obtiene su mejor definición por carecer de razón. ​

Si lo anterior no refiere a la o las genealogías del lenguaje o lenguajes pictóricos que recuerda la obra de Boldó, y si se alega que es imposible prescindir realmente de todo al desbocarse la pasión, es que De cuerpo presente promete la ilusión de empezar todo de nuevo, incluyendo el medio de su expresión, puesto que así el artista parece “iniciarse” en sí mismo como en un culto personal sin precedentes, pese a toda evidencia contraria. Por esto, su tachismo da la impresión de haber sido recién descubierto, ya que la desazón existencial que lo energiza, dejó de ser genérica e incluso histórica, para ser privilegio exclusivo del pintor. ​

Si esto es tan virtual como resulta la pasión al someterla a (psico)análisis, también lo será De cuerpo presente por haber requerido de un motivo o de un signo provocador para volcarse. Y este motivo-signo-señal es un cuerpo que, a primera vista, parecería producto de una desnaturalización geométrica, o la identidad morfológica de un trazo recurrente, o un mínimo apoyo o punto de partida o una compulsión, que al citarse una y otra vez se transfigura sin perder su intrigante esencia. Si tal cuerpo no puede ser una sola y tan obvia cosa porque nunca está de veras presente más allá de su posibilidad de concentrar atmósferas, entonces tendría que ser una metáfora y, si hay que decirlo, tal vez sea la del propio cuerpo acechado del pintor, o bien, el cuerpo existencial en crisis total, o el cuerpo como blanco ineludible tanto de placeres como de adversidades, o bien (o mal) todos los cuerpos-motivos de la abstracción fusionados en uno ininteligible: la mancha armada con un apetito voraz por el espacio vacío, devorándolo-saturándolo por completo, o bien, la empresa emocional que es la pintura sin más referencias que sus propios accidentes, y que sólo se manifiesta mediante enigmas cuya solución siempre estará gravitando alrededor de la propia pintura. ​

Si no, los rombos como troncos, los círculos como ombligos o los triángulos como ingles o las manchas-miembros divergentes como brazos o piernas, no parecerían rupturas “orgánicas” accidentales de densas brumas o costras cromáticas tan duras al tacto y a la vista como muros o tan impenetrables como éstos. Una de dos: o tales sugerencias formales son sólo sobrevivientes de un naufragio entre las agitaciones existenciales del vacío de las figuraciones, o bien, el piélago de colores, ola tras ola, resaca tras resaca, son conmociones que no terminan por ocultar un intento de figuración original, que como asidero de la razón o como tablita salvadora, se sabe que no existe aunque nadie dude de su posible necesidad latente. Entonces, tal vez tan radical posición ante la pintura, lo es también ante la existencia, ante ese todo o esa nada que hay que fijar para encontrar aunque sea las apariencias y las texturas de su(s) sentido(s). ​

Por todo esto, no habrá que mencionar a los materistas españoles e italianos de origen surrealista, o al Wols o el Gorky más viscerales, ni siquiera a los suprematistas de cuya ortodoxia tal vez huya Boldó, porque se le restaría intensidad a una pasión incompatible por lo desconocido, lo indefinible, lo innombrable, lo inevocable e infigurable, que sólo se puede comunicar, transferir o contagiar así, con toda pureza y con toda la fuerza, en directo, para no confundir el objeto —ese cuerpo— aludido en estas pinturas, con el objetivo pictórico. ​

A casi cualquier otro abstraccionista pasionario podría atribuírsele la paternidad del lenguaje que Boldó ha subvertido, pero dentro del panorama mexicano sólo podría situarse en una imprecisa, si no es que imposible línea que reptaría desvaneciéndose entre una sensibilísima visceralidad y formalismo espontaneísta composicionista que en sus orígenes fue telúrico y, como tal, imprevisible. Y tan indefinible punto de unión, o precisamente, de separación radical, no se daría en México hasta la generación de pintores que asumió a la anterior, la Ruptura, como camino andado (y a la que pertenece Boldó y a la cual mira de lejos), para profundizar en sus propias convicciones, asediada, tentada por neosalvajismos y transvanguardias que dificultaban la conservación de la pureza y, por tanto, de la frescura y la originalidad. ​

Aunque el abstraccionismo lírico retomado luego de su estallido, es el que mayormente permite el estallido de esta individualidad, también es, paradójicamente, el que mejor la anula. Por esto, cuando el camino parecía desbrozado, Boldó agarra rumbo a la espesura de nuevo, porque es la que lo intriga y no la llaneza del desarrollo “natural” de un lenguaje que usualmente desemboca en una ya tradicional bifurcación: el trazo mínimo para significar el vacío como milagro (Motherwell, Schnabel) o la nueva batida violenta para reinstaurar sus mejores verdades (Frankentahler) perdidas en sus principios por la premura y la ansiedad de su hallazgo. Ante esta disyuntiva, quizá Boldó optó por el abandono o por el desentendimiento de tal encrucijada, tal vez traicionando su linaje, para desbocarse ante la tela y luego separarse de ella, como si corriera una aventura con un perfecto desconocido, consigo mismo, porque las estructuras de lo ordinario (de lo “razonable”) se han roto y dejado escapar la paz que supuestamente conllevaba. ​

Si todo lo anterior suena romántico es que De cuerpo presente puede contemplarse así, como un inusitado recodo de la pasión convertida en heroísmo en tiempos materialistas, cuando quedaron fuera de la vista sus provocadores externos y ya nada se puede imitar de la naturaleza que no sea humano sin que los humanos aparezcan por ahí como sus portadores simbólicos. Pintar el “clamor de la multitud sin pintar la multitud”, como dijera Delacroix, resulta aplicable siglo y medio después a quien pinta las mil manifestaciones de su propio furor mediante un lenguaje que acopió los elementos esenciales más afines a sus particulares motivaciones expresivas, no sólo del tachismo sino de una parte fundamental de la historia del arte llamado moderno en el siglo XIX. A saber, del romanticismo, ecos del fragor de las batallas, angustias de naufragios como equivalentes “cósmicos” de la intimidad individual; del simbolismo, la capacidad de la forma (no de la figura) para intensificarse legendaria, míticamente, a medida que se desvanece; del expresionismo el desahogo que toca la irracionalidad, y quizás del impresionismo la capacidad de la luz para configurar objetos, sólo que tales objetos son ahora invisibles. Del siglo XX, por supuesto, la libertad para hacer confluir en una sola pasión el desgarre de todas las tendencias, que dejaron de ser antagónicas o mutuamente anulatorias en tiempo de eclecticismos y la terquedad en creer que no todo ha sido dicho aún sobre la relación entre los sentimientos y las prisiones de un lenguaje único limitado a tocar sólo un área del misterio de la creación pictórica, lo cual es, en última y desesperada instancia, lo que Boldó se preguntaría cuadro tras cuadro en De cuerpo presente, y que no ha cesado de preguntarse desde el inicio de su carrera. Desde la exploración formalista hasta la sensorial y sensual, a la lúdica y la expresiva-explosiva, a la reflexiva y su remedo conceptual, su pintura ha manejado la materia palpable, amasable, conformable, que si apenas sugiere por el color el entorno interno de su proyección, ha logrado intuir el orden o caos que le da cuerpo. En De cuerpo presente se arroja a lo contrario: a aprehender lo fugitivo, el instante en que la pintura deja de ser luz, para preguntar ¿qué es?



Reflexionar sobre la Libertad, la Justicia y la Democracia ha sido desde siempre una exigencia ética, tanto personal como colectiva. La urgencia de reivindicar estos conceptos se ha venido escuchando con una voz cada vez más audible en los últimos tiempos, no sólo dentro del turbulento entorno social del México de nuestros días, sino también en muchas partes del mundo. Más allá de cualquier consideración política, filosófica o de otra índole, mi interés en el tema ha sido ocuparme de él a través de mi habitual forma de expresión que es la pintura, y desarrollar así una interpretación propia de la Libertad, la Justicia y la Democracia, como idea más que como algo tangible; como noción abstracta, ideal e imposible en la realidad, pero que nos sirve como arquetipo para orientar nuestra conciencia. En el propósito entreví desde un principio —además de un fuerte estímulo— una nueva posibilidad de desarrollo individual, la ampliación y diversificación de mi lenguaje pictórico y la implícita aceptación del compromiso de sumar mi visión y mi esfuerzo personal al colectivo. Por ser mi tendencia una exploración en el campo de la pintura abstracta, no me interesaba, ni podía, contar una historia o anécdota a través de cualquier referencia figurativa. Más bien, pretendí sondear nuevas posibilidades reinterpretativas, encontrar signos y constantes que puediera fusionar desde mi propia subjetividad y, "orientado" por íntimos mecanismos asociativos, esbozar, aunque fuera irónica, errática o dolorosamente, más una imágen sensual que una representación visionaria. Me atrajo sobre todo una percepción antiheróica, antisolemne y anárquica, aunque parezca confusa e irresponsable, más que cualquier recreación, ilustración, caricaturización o simbolización obvia. Aún menos me importó señalar caminos; no creo que tenga yo nada que proponer al respecto y mi interés se limitó exclusivamente a pintar lo mejor que pude. Aunque, y de paso sea dicho, sí me gustaría poder llamar la atención con mi trabajo sobre estas tres ideas inmemoriales y en la evidente urgencia de su ejercicio. Procuré, en resumen, representar los tres conceptos, abstractos en sí mismos e íntimamente relacionados y que otrora fueran —si es que aún no siguen siendo— manidos temas de la pintura demagógica, de una manera espontánea, sincera y personal. ​ J.B