El horizonte prometido

Francisco Magaña


En Hojas de hierba (1855), Walt Whitman escribió unos versos que repercuten con relevancia —relevancia innegable— en el camino de la creación artística:

mis palabras han dicho menos de los recuerdos de las cosas y más de los recuerdos de la vida innombrable.


Por su parte Roberto Matta, en las últimas décadas del siglo pasado, recomendó no mirar a la modelo sino a la mancha de humedad que hay en la pared.

Entre ambos pareceres ubico la poética plástica de Jordi Boldó. Afianzado en los poderes plenos de la memoria, su mirada es la consagración de una narrativa macerada en un lirismo que deviene estremecimiento y adicción.

Jordi Boldó pertenece a una familia espiritual cuya nómina es impermeable a las concesiones fáciles. Y a las difíciles. Cuando el referente al que acude no está subordinado a los contornos de suave conexión inmediata (con una opción primera de figuración), la ofrenda que se hace al lienzo revela un proceso de identificación con las zonas menos visibles, menos ordinarias, de nuestra percepción. Y cuando se da ese choque que es rompimiento, el asombro se enviste de permanente alegría. Entonces, a través de la mirada llegamos —sin remedio y con fortuna—, a un estadio que oscila entre el arrobo y la gratitud.

Memoria y horizonte, es decir, calendas y vivencias. Es decir, recuerdos y perspectivas. En esas dos palabras —una de ellas medular en nuestro artista— la vida: la de otros, que ya se fueron; los momentos que nos hicieron, los que nos deshicieron, los que nos desdibujaron y nos volvieron a dibujar; pero también, el paso que estamos a punto de dar y que estos lienzos nos dicen que sí, que los daremos. Que ya estamos, bajo la alquimia de colores y texturas, en el horizonte prometido.

La obra de Jordi Boldó nos conmina a ver para observar. Sin premura —y quizá contrastando con la realización en escena de su hecho pictórico— la gestación de este proyecto es una suma de vivencias, asideros, obsesiones, análisis. Que la imaginación hace buena mancuerna con la reflexión, además de la rima, se demuestra en este paseo por el cielo del artista vinculado con fuerza a la Tierra. Y en ella la música interna como elemento indispensable para la fragua altísima de lo esencial. Porque en la memoria reside el canto pero también la renuencia que lo confirma como tal. Porque, lo escribió José Manuel Caballero Bonald:

nadie tan reacio a olvidar como el que canta.


Si una palabra define la obra de Jordi Boldó, es la fuerza: la que nos despoja de convencionalismos, de patrones decimonónicos para incitarnos a mirar en nosotros mismos. Fuerza del trazo que no atenúa los tonos de una paleta insólita, contrastante, sí, pero que además invoca a la violencia que conlleva un recorrido del que es imposible salir indemne. En los formatos pequeños o medianos es donde se encuentra la prevalencia de tonos acordes con los juegos, las acechanzas, el agua y la víspera, que conduce a esquemas de una concepción avalada por la sombra y sus augurios. Pero no deja, en ningún caso, de ser festivo el asunto. Si los paisajes 31, 34, 35, 36 y 39 ostentan un decidido acento nocturno, esto se encuentra en equilibrio con obras marcadas por el 10, 16, 17 y 20, por citar algunas obras que funcionan como la armonía que diseña el puente entre las dos orillas de quien se atreve a frecuentarlas. Entre esos bloques existe una inter-conexión signada por la música alegre de los colores en paz, de los estadios en franca convivencia. Y en esa convivencia habita lo terrible como inicio de toda belleza, como nos enseñó Rilke. Y porque, parafraseando a Saul Bellow, el verdadero artista no sabe renunciar a la belleza, ni siquiera a los dolores de la belleza.

En esta serie resalta la mirada de quien sin miedo ni temblor se adentra a lo que le ofrece el exterior, en primera instancia y por ello próxima, pero también a lo que le ofrece el interior, y por ello más íntimo.

Líneas atrás señalé el afán oscuro de algunas composiciones. Pero es necesario acotar, que incluso en los casos más radicales, el artista siempre deja un resquicio, una ventana para que asome la luz sin reticencias.

¿La memoria del horizonte es igual al horizonte de la memoria? En la primera alternativa vemos casas, caminos, juegos, tardes que fallecen, tardes que no terminan, lejanías, mares que se pierden para encontrarnos; en la segunda, sentimos las risas que sostienen al pintor y nos alientan, el país que se lleva en las venas, el país fuera de ellas, la palabra como viaje iniciático, el color en el papel como cita con el misterio y el misterio de la creación como norma de vida. No, no como norma: como forma, sí, que en el fondo eleva a la máxima potencia el significado más noble del término anarquía.

En esa memoria con horizonte que fue Walt Whitman, Jordi Boldó se encuentra para hablarnos y quizá para confesarse:

En esta hora digo cosas con confianza, Quizá no las diga a todos, pero te las digo a ti.


FM Pueblo Nuevo de San Isidro Labrador