Por el aire de exaltación característico de la obra de Boldó, se diría que la libertad, la justicia y la democracia han vivido tantas glorias fugaces como sufrido los amagos reales de su extinción total, de modo similar a los intentos emprendidos en el
escudriñamiento del ser, y por prolongación, en el propio ser de la pintura como reveladora de la condición catártica de este siglo.
Más riguroso que en De cuerpo presente —su serie de pinturas expuestas en 1995, donde la búsqueda impulsiva de un “cuerpo abstracto” se vinculaba con la materialidad del cuerpo humano y la posibilidad de su extinción repentina—,
en estos tres polípticos de ocho piezas cada uno, Boldó ha prescindido de la contingencia personal, pero no de su sensación de precariedad y de amenaza, para explorarla a conceptos que desde su establecimiento en Grecia en el siglo V a.C.,
funcionaron por exclusión (de los esclavos entonces y, más tarde, de la plebe), y siguen dilatando hasta la desesperanza su calidad de ideales. Son abstracciones confirmables por sus excepciones concretas y sobre ellas se cierne una acechanza
tan constante como la muerte sobre el ser humano. Son la inmanencia de la precariedad a todo lo que intenta ser, como arte.
A diferencia de los alientos épicos de la pintura de este género, especialmente respecto a los del romanticismo francés (Géricault y Delacroix, sobre todo) y mayormente antagónicos a los del muralismo mexicano, Boldó se ha aventurado
a tratar su tema como lo que realmente es, abstracción, en un clima de intimidad e introversión, para provocar un diálogo de tonos confesionales con la materia, el espacio y el color, como un todo capaz de obedecer a impulsos líricos y
reflejarlos tan accidentalmente como brotan, se elevan, se afirman, se desvanecen o fugazmente culminan en su mejor definición. Es decir, Boldó se aventura a descubrir imágenes de algo tan precario como inconmovible, antes que a ponerle
nombre a una experiencia invocatoria sólo relacionable con la libertad, la justicia y la democracia en la medida que, como apremiantes necesidades colectivas, acucian al fenómeno creativo. Invocando las fuerzas expresivas de un espacio
y una materia latentes a la par y flexionándose en busca del equilibrio, tal vez Boldó experimentó hasta lograr la sensación de sabiduría y dominio, para interrumpir sus interacciones plásticas en el clímax, de modo tan flagrante y aparentemente
indescifrable, tal y como se atenta contra el humanismo.
Por este enfrentamiento con la posibilidad de revelación formal, alrededor de la trilogía que da nombre al conjunto, Boldó hizo una serie de “estaciones” previas y posteriores, para ir tentando al azar y midiendo sus propias
capacidades de afinación y confirmación de las múltiples maneras de enfocar y perseguir el tema, mientras dejaba salir, agregaba o restaba, o bien, mientras expresaba u ocultaba ese todo imposible por absoluto, hasta sentir que algo —la
obra de arte— estaba ocurriendo, aun cuando el tema demostrara por sí mismo estar más allá de los límites racionales, como parecen estar en la realidad los conceptos aludidos.
Las dimensiones físicas de la trilogía dan fe de la grandiosidad interior de la empresa, ciertamente apasionada a la manera romántica, pero materialista en cuanto a la posibilidad de objetivar la experiencia misma de pintar.
Esta es el producto de un dilatado debate entre el pensar haciendo y el decir negando, a fin de proyectar asertos y contradicciones ante conceptos que jamás terminarán por ser tan reales como se definieron con palabras en su origen, puesto
que tal definición proviene de la incapacidad de dilucidar cabalmente la condición del ser.
La trilogía de Boldó es tan abstracta como su tema declarado y tan concreta como los intentos a que parece reducirse su establecimiento definitivo en la realidad, igual que la razón de ser y existir del arte mismo. De ello han
salido tres enormes polípticos en los que apenas si resulta discernible un tema formal atribuible a la libertad, la justicia y la democracia, a menos que, del mismo modo en que lo hizo en De Cuerpo Presente, Boldó haya conferido a tres
figuras geométricas más o menos discernibles como elipse, triángulo y rectángulo emergiendo o sumergiéndose en una densísima y fragorosa materia heterogénea, la posibilidad de simbolizar de algún modo muy primitivo, la más mínima señal
de que la razón rige este mundo. En este aspecto, la trilogía de Boldó estaría referida al campo de los signos y los símbolos primarios, acaso rupestres, apenas a un paso más allá de la pintura que imitó a la naturaleza para dominarla
y un paso antes de la razón, como una transposición del caos en que percibe—emergiendo o sumergiéndose— la libertad, la justicia y la democracia.