Todo arte no figurativo es sospechoso de impostura. Por lo menos mientras no demuestre lo contrario. Así ocurre con la música que rompe con la tonalidad a que siglos de cultura nos habituaron; así con la poesía que parece consistir en frases de telegramas,
escogidos al azar, en el correo de una megalópolis; y con esa pintura donde apenas vemos hileras de pestañas que flotan en el vacío. En esas expresiones artísticas se ha roto con la realidad, con la gravidez de las cosas, y se postula
un universo sin datos y sin pájaros que canten para saber dónde estamos. De ahí nuestra sorpresa y nuestra desilusión, puesto que la referencia a la realidad constituye un derecho inalienable de quienes escuchamos, leemos u observamos
obras de arte. Aunque se lo proponga, ningún arte verdadero logra evadirse de lo real. Puede que nuestros sentidos sean demasiado toscos —si hablamos de pintura— para captar, por ejemplo, la fiesta de la luz o el desborde de las formas
a partir del sentido, en ciertas obras maestras que nos presentan las cosas, acomodadas en un espacio-tiempo que no es el habitual. Y ocurre también que cierto tipo de pintura no aborda lo que existe, pero convoca en nosotros el reino
de la subjetividad. Es entonces cuando contemplamos cielos que se desploman como si lo presenciáramos desde el fondo del mar. También esa es la realidad, para explicarnos la cual hacen falta lógicas perpetuamente en flor. Por mi parte
reconozco en la última pintura de Jordi Boldó, laberintos grises, aviones antes de la memoria, maquinarias de polen invadiendo el espacio un domingo por la mañana, arcoíris recientes, atraídos por la gravedad, que nuestros viejos sentidos
captan desordenados. El pintor representa una capa de la realidad que precede a la que presenciamos cada día. El secreto de Jordi Boldó es haber nacido en 1949, año en el cual el cielo fue muy azul y el mundo estuvo pletórico de pájaros.
Y su sentido de la forma se gestó en tres lugares de los cuales la memoria padece cautiverio: la Bahía de Amatique, en el Caribe guatemalteco; San Cristóbal de las casas, en Chiapas, y Tequisquiápan, en Querétaro. Aprendió el arte del
pez en un muelle de madera que, bajo del cielo de la costa, penetra en otro azul, el del mar. Eran peces ocres y verdes, jaspeados por la luz, los mismos que hoy vemos burbujear en el silencio perpetuo de sus dibujos. En San Cristóbal
de las Casas aprendió el color del cielo, cúpula que pareciera pintada con añilinas, todavía húmeda, pétalo orbicular de quiebracajete que se cierra con la luz. Después fue la encrucijada del aire en Tequisquiápan —ombligo geográfico de
México—, donde Jordi aprendió el sigilo de los pájaros y decubrió que son ellos quienes le otorgan su sentido al espacio. Sus objetos pintados, aún los más complejos, están hechos de materiales simples, y reside en la disposición la clave
de la originalidad y el secreto de su certidumbre. Un pico es un pico; un ala es eso. Sin embargo, un pico de mirlo, unido a un cuerpo de sirena y a unas alas de flor, produce los pájaros de Boldó, ángeles que vuelan directamente hacia
el centro de la memoria. La prueba de realidad de sus dibujos es que soñábamos que existiera algo así, y ahora ahí están, para nuestra sorpresa. Siempre que Jordi pinta una figura humana —o un árbol, da igual—, pone detrás un cielo, generalmente
nuevo. La flor luce, y el sol cumple una función cariñosa en este cosmos reciente. A los pájaros les asigna con frecuencia una función globalizadora del movimiento de las cosas. Es un mundo construido con los mejores recuerdos y con los
elementos más gratos de la materia. Es un mundo optimista, sin mal, sin sufrimiento. Un pequeño antimundo para que estemos seguros de la perpetuidad de la belleza.
* Mario Payeras, escritor y guerrillero guatemalteco, nacido en Chimaltenango en 1940 y muerto en 1995, en México. Estudió filosofía en la Universidad de San Carlos, en la Universidad Autónoma de México (UNAM), y en la Universidad
de Leipzig, Alemania.