En la configuración de cualquier cosa intervienen siempre dos elementos; uno dado o físico, o sea, la materia, y otro constructivo, o sea, la forma. Por forma se entiende aquello que moldea una materia otorgándole una identidad determinada. La forma de
una cosa, propicia que ella sea lo que es. Por la diferencia en la forma, en fin, distinguimos una cosa de otra. Pero ocurre, encima, que el mundo de las formas se manifiesta de diferentes maneras: vida cotidiana, filosofía y ciencia,
arte…
Puede decirse, en consecuencia, que el arte se distingue por haber logrado dar lugar a un mundo de formas peculiares e inconfundibles. Como parte del arte la pintura tiene también una forma de ser específica. Si existe algo como
una historia de la pintura, ésta no puede ser más que la historia de sus múltiples formas. Digamos que la diferencia entre un pintor y otro no estriba tanto en el tema pintado, como en la forma de pintarlo. Si algo caracteriza a los buenos
pintores es precisamente eso: la capacidad para crear formas, sus formas. Y algunos pintores, desgraciadamente, se han perdido en el vacío de despreciar la necesidad constructiva de la pintura; en su caso, “pintar” equivale a reproducir
servilmente lo que la vida inmediata o cotidiana nos ofrece. Éste no es el caso de Jordi Boldó, quien se la juega en el juego de la forma; y de su concentrada pintura queremos hablar ahora.
La pintura de Jordi es una pintura que ciertamente se despreocupa de la representación figurativa y a fuerza de desfigurar llega a construir una especie de espacio interno que le otorga plena libertad a la línea y el color. Pero
este espacio interno del cuadro, no es otro que el espacio íntimo del pintor. Una interioridad sosegada, serena y también intensa. Nuestro pintor a fuerza de interrogarse traspasando su interrogación a los materiales de la pintura; a fuerza
de considerar la línea y el color desde el ángulo de la emoción ensimismada, nos ofrece en sus telas el resultado de la liberación, de todo aquello que nos mantenía aprisionados en el mundo de las apariencias inmediatas. La lucha de Jordi
Boldó pasa así por el lento descubrimiento de la pintura que es, a su vez, el lento descubrimiento de sí mismo. Lo que Jordi quiere es pintar. Pintar todos los días. Por lo tanto, vive encerrado. Pero es ese encierro lo que lo abre hacia
las entrañas y hacia el mundo. Razón por la que ese rojo, ese azul, ese ocre, ese amarillo… tienen acento de silencio. El mundo moderno y tecnificado, productivista y destructivo, lleno de nuevos fanáticos es ya universal, se extiende
sobre la totalidad de la vida y la vida padece en ello de desgarramiento y de dolor. Los signos mercantiles o los mitos políticos con los que somos abrumados nos invitan a colaborar en la rapiña y la aniquilación del otro y de lo otro.
Demasiado ruido. La mentira. La mentira. La mentira. Ya se pierde la poesía que unía la tierra, el mar y el cielo, ya se pierde el poder de la individualidad. Quedan los clichés. El mundo que se derrumba al golpe de estúpidos clichés enemigos
de la belleza. Una terrible, mortal herida abierta que cargan los hombres dado su empeño en traicionar el azar del viento ¡Qué hastío! Es el momento en que los clichés deben ser abandonados, el momento de la individualidad recuperada.
Lo vemos. Tenemos en la pintura de Jordi algo fuera de cliché. Si Jordi hubiera aceptado los clichés de moda, ni él, ni por tanto su pintura, existirían siquiera. Es su propia causa. Tenemos trazos semejando arabescos. Tenemos formas parciales
que dan lugar a nuevas formas. Fragmentos sobre fragmentos que buscan un punto de reconciliación. Todo sin perder ensambladura. Tenemos el apoyo del color al dibujo. Tenemos el apoyo del dibujo al color. Es el caso que la pasión pictórica
de Jordi levanta un objeto a la mirada: el cuadro. Se percibe que el pintor gira obsesivamente alrededor de una lógica compositiva sumamente sintética. Como si el encuentro entre los materiales de la pintura tratara de escapar de un desierto
¿Habrá que advertir que la patria de la pintura nacida de la entrañas del amor y la muerte nos llama a restituir la edad en que el hombre escuchaba aún el canto de la naturaleza? Es preciso abandonarse a lo de Jordi para sentirlo. Como
si la pintura desplegara sus alas. Como entregarse a un amigo que nos abre la puerta de su casa de par en par. Cuadros para una exposición. En la búsqueda del sentido y el sin sentido del mundo, en la búsqueda de la luz y de la sombra
que acompaña nuestra experiencia, Jordi se vuelve hacia la tela en blanco y pinta cuadros que debemos leer como interrogaciones, como preguntas antes que como respuestas. Cuadros mudos esperando un espectador que los haga hablar. Observemos.
Nos percatamos de una como fluidez barroca. Reconocemos, asimismo, que dicha fluidez se encuentra equilibrada en la calidad mate del color. Todo situado sin violencia alguna. Porque Jordi no quiere dominar nada o a nadie. Lo que busca
es mucho más radical: despertar la mirada. Construida mediante oscilaciones que se acercan y se alejan, y que en su momento descubren algunas zonas de color casi puro, en las texturas de los materiales, la pintura que nos invita a sacar
los ojos de quicio. Brusca paradoja de la serenidad. Por lo menos contemplar. La presencia de una pintura sobria que sin renegar del equilibrio carga en sí, no obstante, la huella del misterio. Porque eso es lo que dota la pintura de Jordi
de inagotabilidad, una inagotabilidad que durará tanto tiempo como el tiempo que nos detengamos en la contemplación de sus cuadros. Todo está ahí. Cada descubrimiento parte de ahí. Todo está ya sobre la tela.