Tras las Traslaciones de Jordi Boldó

Luis Carlos Émerich


Trasladar es sinónimo de trasegar: verter un líquido de un vaso a otro (para oxigenarlo, si se trata de vino). Y en el caso de las Traslaciones de Jordi Boldó, trasegar equivaldría a significar la acción misma de identificar y extraer de su contexto original las constantes formales y las variables temáticas que caracterizaron su lenguaje plástico en los últimos diez años, para “oxigenarlas” tras la experiencia acumulada en su propia gestación y al aire de los virajes posmodernos del abstraccionismo lírico. Así que, mejor que como una serie pictórica, Traslaciones segunda serie bien puede verse como suerte de modelo de 90 piezas de diversos formatos para armar (museografiar) como un enorme políptico conmutable o contemplable en su totalidad a través de cualquiera de sus piezas, desde que cada una refleja cabalmente su tema esencial: el planteo de la movilidad de los significados de constantes expresivas y reflexivas que, pese a haber sustentado durante diez años temas específicos (como el silencio, el placer, la muerte y hasta los ideales sociales como una abstracción), hoy despojadas de su calidad de vehículo recobran su condición original abstracta, como estructura del lenguaje pictórico personal de Boldó.

Sin embargo, más allá del intento de racionalizar una obra por principio ajena a la lógica de la representación, Traslaciones revela la capacidad de abstracción del pintor como un latir constante, sea sobre un continuo lógico o sobre un discontinuo significativo, desde que lo anímico y lo reflexivo terminan por fusionarse, en diversas proporciones, en un tercer ente autosignificado. Por tanto, el propio hacer —trasegar, decantar, aislar, mezclar, sublimar— deviene sujeto y objeto, y las obras estaciones de paso o planetas de un universo cuyo núcleo sería el contradictorio don de abstraer la materia, es decir, de explorar las dimensiones en que la materia es por sí misma la inasible estructura de inconsciente.

Estas pinturas son resultado de la segunda acometida reconsideratoria de las sintaxis y los signos planteados por el propio Boldó, lo cual significa que la reincidencia y la incontinencia son los síntomas de este hacer como principio y fin de la obra, que en estas nuevas Traslaciones se resolvería idealmente, como el flujo vital, en la consumación de los siglos.

Traslación también es sinónimo de metáfora y de traducción. Y si Traslaciones resultara asimilable metafóricamente, implicaría el contradictorio intento de expresar la infinidad a través de la materia. Por ello, Traslaciones conlleva la necesidad de comenzar de nuevo cuantas veces una conclusión se revele como punto de inicio, es decir, cuando la aparición de una imagen indique un desvío hacia la representación, que significa virtualidad; cuando un accidente produzca ilusión de profundidad espacial, que puede significar paisaje; o cuando la introducción de objetos a un campo abstracto refiera a contingencias del mundo físico exterior, que significa narración o simbolización. En estos puntos límite a los que llega con desenfado, Boldó parece bromear con el abstraccionismo como una pretendida realidad aparte y autoconclusiva, pero también con el figurativismo y el conceptualismo, por la incapacidad tendencial de trascender sus propios cánones y ser por sí mismas, lo cual constituiría la meta sublime de Boldó en particular y del arte en general.

Impulsiva por principio, pero tendiente a conceptualizarse con los años, la obra de Boldó ha exteriorizado flexiones anímico-matéricas que van desde el juego dinámico de la forma por la forma, a la disolución de la forma a manera de “suspensión” de materia en el espacio, hasta el uso del espacio como campo de fuerzas donde se tensan los recursos de la materia para implicar sus capacidades reflexivas abstractas. Del juego como expresión de libertad, al placer como conflicto entrañable y hasta el establecimiento de parangones entre la abstracción pictórica y la de los ideales colectivos, es probable que el pintor descubriera que la experiencia de expresar sensaciones a lo largo del tiempo tenía en común ciertas constantes y que éstas consolidaban un lenguaje que si era capaz de soportar drásticos cambios de sentido, es por que poseía una presencia autónoma, es decir, era un motor autocebante que, en última instancia, constituía el verdadero ser de su obra y, por tanto, que los temas y los motivos eran meros recodos circunstanciales en el camino hacia lo esencial.

Por ello, esta segunda serie de Traslaciones no es, como el propio autor declara, un “ejercicio autorreferente”, sino la revelación de los elementos pictóricos que, si una vez adoptaron las formas del silencio y del enigma, del erotismo y de la expectación temerosa o placentera, hoy se autosignifican sobre la premisa de que la energía de la emisión de signos y estructuras del lenguaje terminó por imponerse como una entidad aún más compleja y fascinante que la necesidad de expresión temática que la originó.

Al asumir como sujeto pictórico al lenguaje mismo, Boldó ganó por derecho propio la mayor de las libertades, no sólo para esencializar sus modos privativos de expresión o para sintetizar signos explorados en función de un tema, sino para dejar ser al lenguaje, sin restricciones y sin importar que tal abstracción se tope con referencias figurativas e, incluso, con objetos útiles (artificiales) que al caducar recuperaron su calidad de conformaciones (naturales) de la materia.

Siendo e lirismo el motor de la modalidad abstraccionista por la que Boldó ha viajado durante veinte años, con la condición personal de no darle demasiada importancia a sus escalas o destinos establecidos por otros creadores en el presente siglo, su lenguaje es el de la materia como una latencia sin sosiego o como una amorfidad global primigenia que el arte busca articular relativamente para anularle sus poderes absolutos.

La materia manejada por Boldó es arenosa, densa, pedregosa y cromáticamente tornadiza. Y aunque el flujo automático de sus formas y no formas, de sus figuras y no figuras, de sus campos de color contrastantes o invadiéndose recíprocamente o contrapunteándose sobre la superficie plana, trasunte sus orígenes fantásticos, las múltiples posibilidades de despliegue y composición propiciadas por tal materia han quedado despojadas de sus capacidades simbólicas, a fin de superar toda intención narrativa. Sus encuadres de una llanura texturosa y colorida, muchas veces en pequeño formato por el afán de intimar al máximo con la materia, a veces en gran formato o a manera de polípticos para desplegarla como un universo, bien podrían recordar indistintamente un yermo sin horizonte o una tierra de todos y de nadie, sino evitaran toda intención paisajística, aún cuando acepte la generación espontánea de figuras o esquemas reconocibles o la naturaleza de la conjugación de elementos plásticos atraiga a objetos heterogéneos. Esto confirma que en la obra de Boldó, toda alusión o interferencia del mundo exterior termina por “abstraerse”, es decir, por perder su identidad utilitaria para asimilarse como una forma compositiva e incluso como un motivo cuya ambigüedad alude a la posibilidad de un orden perdido irremisiblemente en el mundo exterior, supuestamente racional.

Por todo ello, Traslaciones no sólo revela madurez creativa para reconocer aciertos y desaciertos de una propuesta de lenguaje pictórico que no niega su ascendencia abstraccionista lírica, porque su emocionalidad no sólo admite recargas de energía incluso de índole distinta a la de su naturaleza original, sino que a más de medio siglo de su diversificación por las modalidades europeas y norteamericanas hasta hoy, resulta abarcable hasta sus orígenes conceptualizados a principios de siglo, para tomar una distancia crítica que sus creadores no pudieron tener. De modo análogo a otros abstraccionistas de su misma generación, Boldó maneja un bastión de opciones de lenguaje enfocables desde la perspectiva plástica actual, es decir, crítica y por confrontación con todas las demás tendencias, incluyendo sus antitéticas, lo cual permite elegir, parafrasear, desnudar, sintetizar y hasta revertir o pervertir la intencionalidad de sus elementos. Desde que tal distanciamiento implica la superación de la contingencia histórica de su surgimiento, el uso y hasta el abuso de sus signos conlleva su asimilación hasta grados domésticos y, por añadidura, la conquista de la libertad de manipulación incluso irónica. De allí que la libre cita de figuraciones y la presencia de objetos sin una precisa carga connotativa, por ejemplo, signifiquen un intento de superación de sus cánones.

El óvalo irregular, que podría ser huevo, piedra o agujero; el esquema cúbico que pudiera ser dado, casa, o cita lúdica del perdido rigor geometrista o intelectual, o bien, la cuadrícula, que pudiera ser contrapunto cartesiano del trazo espontáneo e irracional o mero recuerdo del cuaderno cuadriculado de la infancia; la silueta ojival encapuchada que pudiera ser falo, torre o tótem, pierden su poder simbólico cuando devienen clave, como es el caso de la introducción deliberada de un marco de madera para pintura, que sugiere mejor la noción de la pintura como arte, que como encuadre de la imagen dentro de la imagen.

Si de todas las tendencias pictóricas del presente siglo, el abstraccionismo lírico es la única que realmente ha permitido la libertad expresiva sin más restricciones que el logro de una coherencia interna particular, bien puede significar que es la única inmanente a la naturaleza humana, en el sentido que los ingleses decimonónicos atribuían la inmanencia divina al paisaje natural. Por propiciar la expresión de todas las emociones por contradictorias que sean y sin necesidad de justificar ni sus focos de emisión o sus medios de representación y, menos aún, el sentido de su proyección, tal vez sea el único lenguaje plástico que forma una unidad indisoluble entre autor y obra, y a niveles tan absolutos que rayan en la irracionalidad. Sin embargo, las motivaciones del abstraccionismo lírico actual son tan ajenas a las de su origen como las del nuevo expresionismo lo son del expresionismo de entreguerras. Tal vez Jordi Boldó, por su origen catalán, conserve en su memoria genética los mismos provocadores fantásticos, abstractizantes y materizantes que hicieron surgir el bastión plástico catalán de la postguerra cuyo mayor exponente sería Antoni Tápies, y por ello le sea connatural la asociación automática de impulsos y la experiencia también automática de materializarlos aun cuando aluda irónicamente a huellas figurativas, así como a la intuición para suspender la interacción de todos sus elementos en el momento en que han llegado a una conclusión, aunque ésta sea tan efímera como los paradigmas del siglo XX, o bien, cuando surja la necesidad de iniciarla de nuevo para ahondar en sí misma y, en su caso, con otro sentido, para seguir generando interrogantes.

Acto de comunión entre el ser y el mundo, o consagración de la materia como equivalencia de las estructuras de inconsciente, el abstraccionismo lírico de Boldó se distingue por encontrar en su mutabilidad tanto formal como significativa, la oportunidad de poner en tierra el ideal de liberar a la pintura de toda intención racional, para que las sorpresas del propio instinto lo sean para todos los demás.